Datos básicos
Clasificación: Patrimonio cultural
Clase: Patrimonio religioso
Tipo: Capillas
Comunidad autónoma: Principado de Asturias
Provincia: Asturias
Municipio: Laviana
Parroquia: Tolivia
Entidad: Fresneo
Comarca: Comarca del Valle del Nalón
Zona: Centro de Asturias
Situación: Montaña de Asturias
Código postal: 33986
Cómo llegar: Capilla Les Campes
Dirección digital: 8CMP5CMH+VP
Capilla Les Campes
Fotografía: Las fotos que mostramos de Capilla Les Campes han sido realizadas por EuroWeb Media, SL y tienen toda nuestra garantía.
Descripción:
Capilla/ermita bajo la advocación de Nuestra Señora de la Visitación, situada en el valle de Les Campes y a la que se llega a través de la parroquia de Tolivia (perteneciente al concejo o municipio asturiano de Laviana), una vez pasada una aldea de la misma: Fresnedo (Fresneo), de la que sale una pista hacia el precioso y aislado lugar de su emplazamiento.
Se caracteriza este espacio sagrado, de larga tradición y mucha sencillez, por ser un «pequeño edificio de dos tramos, adaptado al desnivel del terreno, que se conserva con gran pureza dentro de la tipología popular» (Julia Barroso Villar). La única nave posee cubierta a dos aguas. Un pórtico pequeño y abierto protege la entrada.
En su restaurado retablo (¿finales del s. XVII-principios del XVIII?) hay imágenes representativas de la escena evangélica a que se consagra la capilla. En el alto de su cuerpo central, la Madre de Jesús recibe el encargo de su Hijo crucificado de adoptar a sus seguidores como hijos, representados en la figura de San Juan; en el centro, la Visitación de la Santísima Virgen a su prima Santa Isabel, el pasaje de la vida de María que constituye la advocación de este santuario. En la parte derecha del retablo figura San Nicolás de Bari, posiblemente incluido aquí por ser el titular de la parroquia de Villoria, a cuyo término pertenecía la ermita hasta la creación de la parroquia de Tolivia. En la parte izquierda está San Sebastián —cuyo culto se difundió grandemente en la Edad Media—, soldado romano, valiente difusor de la fe cristiana, martirizado en Roma, asaeteado, a finales del siglo III o principios del IV, durante la persecución ordenada por el emperador romano Diocleciano.
La festividad de su Virgen titular convierte la capilla de Les Campes en un renombrado centro comarcal de romería y peregrinación el primer domingo de julio de cada año.
Ermita de Les Campes, relación novelada de una tradición popular
Autor: Ángel González García
El abuelo Andrés
El abuelo Andrés tenía ya pocas obligaciones. Disfrutaba en sosiego de su honorable ancianidad, arropado por el cariño de los suyos y el aprecio de sus paisanos.
Hacia las diez de la mañana aparecía en la puerta de su casa. Contemplaba despacio el entorno. Sus ojos se deslizaban, acostumbrados, por los bosques de Rofrío en la ladera de enfrente; subían hacia La Escamplá; se detenían en Les Meloneres, el caserío que fue pueblo y ahora sólo unas cuantas huertas de maíz y patatas y algunas cuadras de ganado; escudriñaban El Pumar, aquel prado de perímetro semirredondo, donde pastaban apacibles las vacas de su hija Visita.
En la cima, coronando el verde conjunto de bosques, prados y monte bajo, cortaba el horizonte la Sierra de la Guariza, perfilando, a trechos, por el oeste, hasta la Collaona, el paisaje, y descendiendo bruscamente por el este hacia el norte hasta el escuálido río de montaña, para remontarse de nuevo, ya en la otra vertiente, por el Picu la Forá, y constituirse en imponente barbacana del Valle de Les Campes, recostado en las faldas de Peña Mea, la colosal mole verdiblanca, que en el invierno nimbaba frecuentemente de nieve y ofrecía en primavera y verano pastos abundantes a corzos, rebecos y también al ganado cabrío y lanar, que hasta aquellas alturas hacían subir los pastores.
A sus pies, a noroeste, en lo profundo del valle, como surgiendo del río, se alzaban las casas de Tolivia, escoltando a su iglesia de piedra, que el abuelo Andrés había ayudado a construir, cuando por expreso deseo popular, se desgajaron de Villoria media docena de pueblos del valle alto en que se asentaban, para constituirse en parroquia autónoma, la de Tolivia, nombre del pueblo central.
Por encima de Tolivia le llamaba la atención el pueblo de Les Palombes, con el sol restallante desde los primeros balbuceos de la mañana. Era un pueblo en que dominaba el blanco de sus casas iluminados por el sol y el ocre amarillento de urces y gorbiza, matorral predominante en la ladera en que resaltaba solitario.
Y allá arriba, al oeste, siguiendo el curso del río y ya muy cerca de La Collaona, el abuelo Andrés divisaba un par de casas de La Bárgana y adivinaba, más allá de la sierra, otros tres pueblos: La Cuesta de los Valles, el Navaliegu y Brañivieya.
El abuelo Andrés vivía en La Cuesta d´Abaxo, que, junto con la Cuesta d´Arriba y Fresneo, constituían los tres núcleos de población en la ladera norte de aquel final del valle minero de Laviana.
Él estaba enamorado de su valle, esmaltado por las mil tonalidades verdes de sus bosques de castaños oscuros, avellanos grises, abedules blancos, hayas claras. El negro de las escombreras de las minas de carbón había comenzado a apuntar también, pero quedaba más abajo, en Llanulatabla, junto al río, y también en Lera, a un km del pueblo; no había comenzado todavía a escalar la montaña.
Después de la pormenorizada contemplación, evocación nostálgica de su trabajo y de su vida en el entorno, cruzaba el camino que la separaba del hórreo y, bajo él, se sentaba en la tajuela, que todo el mundo respetaba como el sitio del abuelo.
Por delante de su casa había paso incesante de los que iban o venían de la Cuesta d´Arriba; de las mujeres que, con sus cántaros, frecuentaban la Fuente El Xirru, manantial más cercano de agua potable; de los labradores que cultivaban patatas, maíz o pan de escanda en La Llosa, La Casa el Cantu o El Collau Lera.
Lo que sobre todo alegraba al abuelo Andrés era ver a los niños jugar y correr en los tiempos que la escuela les dejaba libres y que sus madres respectivas no tenían ningún encargo en qué entretenerles.
Él les preguntaba, les advertía, les narraba sucesos antiguos, tantas veces adornados con detalles imaginados para dar viveza al relato. A los niños les gustaba la compañía del abuelo y, sobre todo la tarde de los jueves, en que quedaban libres de la escuela, le pedían alguna de sus sabrosas historias, a lo que él accedía sin hacerse de rogar. Se diría que lo estaba esperando.
A veces, al apretado corro de los niños se añadía la presencia de algunos jóvenes o adultos, que también gustaban de las historias del abuelo, especialmente cuando se referían a sucesos que, en los tiempos pasados, habían tenido en vilo a la población de aquellos contornos.
Algo se barruntaba ahora cuando, un jueves por la tarde, se dispuso a satisfacer la curiosidad de la tropa infantil que se había ido reuniendo.
La batalla de Lepanto
—Voy a contaros los comienzos de la Capilla de Les Campes. Ya supongo que habréis estado todos allá arriba y más de una vez habréis rezado la salve al pasar enfrente.
Todos asintieron, espontánea y atropelladamente. Era, en efecto, costumbre recibida de sus mayores, rezar una Salve en honor de la Virgen, al pasar frente a la ermita, en cualquiera de los caminos, ya de la ladera en que se asentaba, ya de la opuesta, desde los Arrebollaos, o más arriba, por el Asomicu.
Restablecido el orden, el abuelo Andrés continuó:
—Fue hace muchos años. No habían nacido vuestros padres, ni siquiera había nacido yo. Lo oí contar a un hombre muy viejo, cuando yo era un niño como vosotros.
Habéis oído hablar de un rey que hubo en España, que se llamaba Felipe II. Tenía un hermano, de nombre Juan de Austria, que era un general muy valiente.
En aquel tiempo, los musulmanes, que habían sido expulsados de España, estaban fuertemente asentados en el norte de África y la parte oriental del Mediterráneo, Siria, Palestina y Turquía, etc., y amenazaban con invadir todas las naciones europeas.
En Turquía residía el Sultán y lo principal de su ejército estaba constituido por los turcos. Por eso, Felipe II, que era el rey más poderoso de Europa, de acuerdo con el Papa y algunos otros gobernantes cristianos, tenía que oponerse decididamente a las pretensiones turcas de invadir Europa. Se propuso vencerlos en una batalla naval y acabar con su poder en el Mediterráneo y con la constante amenaza de invasión.
Preparó una gran escuadra, reclutó soldados por todos los pueblos de España y le confió el mando a D. Juan de Austria. De estos pueblos fueron algunos mozos y hubo suerte porque ninguno de ellos pereció en la batalla.
Las dos poderosas escuadras se encontraron en aguas de Lepanto y se trabó la batalla. Fue muy dura, con muchos muertos por ambas partes; pero la victoria se inclinó del lado de D. Juan de Austria. Era el 7 de octubre de 1571.
Los cristianos, antes de comenzar la batalla, habían invocado el auxilio de la Santísima Virgen y también en todas las iglesias de la cristiandad se habían rezado muchos rosarios a la Madre de Dios, pidiendo su protección.
El éxito se atribuyó a la intervención de la Virgen. Por eso el Papa Pío V, para conmemorar aquella gran victoria, que libraba a Europa de la invasión musulmana, mandó celebrar en toda la Iglesia la fiesta de Nuestra Señora del Rosario. La señaló para el día 7 de octubre, aniversario de la batalla de Lepanto.
Y no sólo eso. Desde entonces, los pueblos de España y de otras naciones cristianas rivalizaron en levantar en los términos de su territorio ermitas en honor de la Virgen, pidiéndole protección sobre todos, sobre los presentes y los ausentes, sobre las cosechas y los ganados. España se llenó de pequeños santuarios en honor de la Santísima Virgen.
El lugar de emplazamiento
Los de estas tierras no quisieron ser menos. Ya os he dicho que algunos mozos de este valle estuvieron presentes en aquella batalla. Fueron los primeros en animar a sus vecinos para la construcción de una ermita en honor de la Virgen.
Se formó una comisión de vecinos, que, dirigidos por el señor cura de Villoria, pusieron manos a la obra. En aquel tiempo, de Villoria para arriba, todos los pueblos constituían una parroquia. Todavía no se había formado la de Tolivia, ni construido su iglesia.
Les preocupó, en primer término, buscar el lugar más adecuado. Hablaron de La Llonga, de La Llosona, de Doñango, de Les Campes. A todos pareció con mejores características El Molar: No quedaba lejos de los pueblos, era de fácil acceso por estar en el comienzo de la ladera de la montaña, había allí un terreno relativamente llano y despejado para poder celebrar las romerías, tenían cerca una buena cantera, incluso, en la Carba del Sellón, donde se recuesta El Molar, podrían hallar pizarra para el techo. Parecía que todas las ventajas estaban a su favor.
Decidido el lugar de emplazamiento, comenzaron los preparativos del material. Muy pronto estuvieron almacenadas en el lugar cinco largas vigas del mejor castaño, los cabrios, la tablazón... Quedaba todo dispuesto para empezar, en servicio voluntario, la excavación de cimientos.
El primer día se limitaron a marcar el rectángulo y se marcharon ilusionados a sus casas. Ya estaban seguros de que los proyectos estaban a punto de convertirse en realidad.
Una historia sorprendente
—Hoy tendremos listos los cimientos —iban comentando al día siguiente, cuando, a primeras horas de la mañana, se dirigían hacia El Molar. Estaban muy ajenos a la sorpresas que les aguardaba.
Llegó el primero un mozarrón robusto y andarín, que siempre tomaba la delantera, sin que fuera fácil seguirle el paso.
—¿Qué pasó aquí? —exclamó en voz suficientemente alta para que llegara a los compañeros, que aún no habían enfilado la última curva del camino.
Apresuraron el paso, llegando enseguida hasta donde el adelantado miraba perplejo. Les contagió su perplejidad: El montón de madera preparada había desaparecido.
Pensando en algún bromista, comenzaron a buscar por los alrededores. En la cuadra del prado de abajo; en la cueva de arriba, ennegrecida por las hogueras de los pastores; en la umbría del arroyo, que se deslizaba a pocos pasos; bajaron hasta el Pontón de la Mata.
Todo fue inútil. No hallaron ni vestigios del material sustraído, ni siquiera huellas de haber sido arrastrado, ni marcas de herraduras de animales de carga. Parecía como si se hubiera volatilizado.
Les sacaron de sus cavilaciones los pastores que, a poco, bajaron del monte anunciándoles que todo el material que estaba allí el día anterior lo habían visto apilado y ordenado en Les Campes, en la explanada entre los prados, más allá del Picu la Forá, en la falda de Peñamea, donde algunos habían opinado que debería construirse la ermita.
Ellos eran los autores de la «hazaña», pensaron todos.
Pero, no. Uno por uno afirmaron, cuando les fue preguntado, que no habían tenido parte alguna en el hecho, y mostraron idéntica sorpresa ante el misterio.
No quedaba otro remedio que tomárselo con calma, encajar la broma —no podía tratarse de otra cosa— y devolver a su lugar los materiales.
Emplearon en ello la tarde. Fueron precavidos. Para que los graciosos no repitieran la broma decidieron que dos pasaran allí la noche. No querían exponerse a nuevas sorpresas, que, además de laboriosas, les retrasaba la obra.
Los dos guardianes durmieron pacíficamente toda la noche a la vera del montón de madera. Ningún ruido extraño conturbó su sueño; pero, al amanecer, abrieron los ojos desmesuradamente. El maderamen había desaparecido otra vez. Ya no indagaron. Movidos por idéntico pensamiento, sin decir ni una palabra, los dos se apresuraron por el sendero hasta Les Campes. Allí estaba todo, en el mismo lugar que el día anterior.
La cuestión adquiría aspectos nuevos. De todos los pueblos se concentraron espectadores interesados. Los vigilantes sintieron sobre sí la desconfianza de algunos, que les acusaban de haberse unido a los bromistas. Hubo quien pensó que la Virgen comenzaba a mostrar sus preferencias. Parecía todo muy extraño. ¿Quién o quiénes estaban dispuestos a tanto trabajo nocturno por gastar una broma? La explicación no parecía fácil.
Decidieron en asamblea bajar nuevamente la madera y multiplicar la guardia. Un delegado, al menos, de cada pueblo.
Muy juntos, al flanco del rimero de maderas, se dispusieron a pasar la noche. Ninguno se atrevía a confesar la aprensión indefinible que le embargaba ante el misterio presentido.
El sueño les fue rindiendo a todos. Ninguno experimentó nada extraño durante la noche. Sin embargo, se despertaron, ya de día, para comprobar que, una vez más, estaba vacío el lugar de los materiales. Lo inexplicable llamaba nuevamente a su puerta.
En busca de soluciones
Se imponía buscar una aclaración y una pauta, que les permitiera, con seguridad, llevar adelante sus propósitos. Hasta entonces habían creído poder resolver el problema por sí mismos; pero ya lo dudaban. Instaron al párroco de Villoria, a quien habían puesto al corriente desde el primer día, que fuera él quien les orientara hacia la solución.
El asunto revestía ya caracteres suficientemente graves y el párroco se percató de que sus feligreses tenían derecho a esperar de él alguna luz. Les pidió una día de reflexión. Fue a postrarse ante el Sagrario e invocó a la Santísima Virgen, en cuyo honor querían levantar la ermita.
Al día siguiente convocó a los responsables, les propuso celebrar una novena de preces a la Virgen y si, al cabo de los nueve días, tomadas todas las precauciones, se volvía a repetir el prodigio del traslado, darían por sentado que la Virgen misma se había escogido el lugar donde quería ser honrada.
Les pareció bien la propuesta, y aquel mismo día por la tarde comenzaron la novena en la iglesia de Villoria.
La tarde del último día la dedicaron a bajar y apilar ordenadamente todo el maderamen en El Molar. Pasarían allí la noche, no ya unos cuantos delegados, sino todo el que estuviera decidido. También las mujeres se dispusieron a pasar la noche en descampado. Nadie quería perderse el prodigio, si es que se producía.
Tuvo lugar, en efecto, pero de modo muy diferente a como se imaginaban. Nadie quería dormir, encendieron hogueras para combatir el relente de la noche abrileña y ayudarse con sabrosas narraciones de leyendas y sucesos antiguos a pasar las horas expectantes.
Todo inútil. Un pesado sopor fue cayendo sucesivamente sobre unos y otros. Ninguno pudo observar el momento en que todos los materiales desaparecieron.
La misma procesión a Les Campes
Se fueron despertando cuando ya la luz comenzaba a elevarse. Instintivamente posaban todos su miraba incrédula sobre el mismo lugar. En efecto, no estaban allí. Pero esta vez, los rostros se iluminaban. Una alegría serena parecía adueñarse de los corazones. El párroco fue el primero en reaccionar:
—Ya no tenemos motivos para dudarlo. La Virgen misma se ha escogido el lugar donde quiere que construyamos su ermita. Vamos todos hacia allá, pero hagámoslo en peregrinación, rezando el rosario, y que sea ésta la primera de las peregrinaciones que, en el futuro, hagamos a la Capilla de la Virgen de les Campes, como vamos a llamarle en adelante.
Se unieron todos a la hilera procesional. No olvidaron cargar al hombro los picos, palas y cuanta herramienta habían preparado para comenzar las obras.
Corrían delante los niños, que también habían pasado la noche en descampado; los jóvenes, fuertes y llenos de vida; el párroco, dirigiendo en alta voz el rosario, que era respondido por el coro de voces, graves y recias de los hombres, blancas y vibrantes las de las mujeres, que seguían a continuación en la hilera serpenteante, cerrada por el andar más sosegado de los hombres, que sabían tomarse todo con más calma.
Atravesaron el castañar de El Sellón; saltando sobre piedras estratégicamente dispuestas, salvaron el Resyayu, regato por donde cruzaba el camino; se adentraron en el comienzo umbroso, mullido de barro, de la ladera opuesta; llegaron a Los Payegos: cruzaron L´Agua la Sierra y discurriendo entre el Prau Santiago y el Payigu, franquearon la sierra Los Bermeyos, se adentraron por La Payegona y La Riega Lesutres, hasta recalar al Picu La Forá; subieron la empinada trocha hasta Lirulasierra y, ya en llano, avistaron Les Campes.
Nunca les había parecido tan hermoso aquel espacio abierto, rodeado de prados y monte bajo, en medio de un valle espacioso, que, cerrado por el este por la enorme Peñamea, se abría al noroeste, por Doñango, hacia el Concejo de Sobrescobio y se prolongaba, por el sureste, a través del Llanupachón, Los Pandos y la Collá de Pelúgano, con el Concejo de Aller. Una especie de amplio anfiteatro montañoso, a dos vertientes, divididas por el torrente rumoroso, del que arrancaban, hasta alcanzar, la una, el macizo rocoso de la Guariza, la otra, Peñamea, colosal y siempre atractiva en su agreste misterio.
Era el lugar en que habrían de levantar la capilla. Lo había querido la Virgen —ya no les cabía duda— y para testimonio allí estaba el rimero de madera cuidadosamente dispuesto y trasladado de modo misterioso.
La construcción
Manos a la obra. Gente acostumbrada a los duros trabajos del campo no tuvieron inconveniente en comenzar de inmediato. Además, ya habían perdido muchos días y pronto se echarían encima las faenas duras de primavera y verano, que no podrían descuidar.
Primero el trazado, un cuadrilátero de 20 x 6 m. Enseguida la excavación de cimientos. Otras brigadas llegaron, con yuntas de vacas, para arrastrar, desde la improvisada cantera del Regueru Lanu, distante apenas un km, la piedra caliza necesaria. Sobre el terreno, unos cuantos entendidos en cantería improvisaron su taller y comenzaron la pétrea canción del puntero y el martillo para disponer sillares, perfiles, portada y ventanales.
En los días sucesivos, dado que aún no les reclamaban imperiosamente las faenas del campo, hubo mucha mano de obra dispuesta y la construcción avanzó a buen ritmo. Comenzaron a surgir y elevarse las paredes. Piedra caliza, tallada en la base y a todo lo largo de los ángulos, tosca en el resto unida con argamasa, cuyo componente básico era la cal.
Pronto alcanzaron las paredes la altura deseada y las cinco vigas de castaño quedaron asentadas, la una en el vértice, dos sobre las paredes laterales y las otras dos equidistantes, a la mitad en las dos vertientes del techo. Vigorosamente unidas por cabrios y tablazón, formaban la sólida base imprescindible para sostener la pesada cubierta de llábanas, característica de la zona.
Las obras de albañilería quedaban terminadas a mitad de junio, justo para que los esforzados trabajadores voluntarios quedaran libres para comenzar la temporada de recogida de hierba, la faena dura de todos los veranos, que aseguraba el forraje necesario para el ganado durante los largos meses del invierno.
Entre tanto, en la carpintería de Tolivia, se había fabricado una sólida puerta de castaño, complementada con herrajes, amén de las pequeñas ventanas, también de castaño, para encajarlas en las aberturas góticas talladas en piedra, de uno de los laterales.
Se dispuso, finalmente, un altar rudimentario, dejando para más adelante la construcción del retablo que se pensaba, en el que campearían las imágenes representativas de la escena evangélica a que habría de ser consagrada la capilla.
Se había coronado tanto esfuerzo, tanto afán, tanta preocupación. Allí estaba como testimonio de la fe de los hijos de aquella tierra y del amor que siempre les había inspirado la Santísima Virgen.
Título
Lo habían hablado ya en muchas ocasiones. La ermita la dedicarían a la Visitación de María. Ella había tenido que subir a la montaña para visitar a su prima Santa Isabel, como narra el Evangelio de San Lucas. Debía de ser una subida semejante a la que hay que ascender hasta Les Campes. Era, pues, lógico que se pensase en ese paso de la vida de la Virgen cuando se subiera allí. También recordaría a todos que Ella quiere acompañarnos en todos los caminos de la vida.
Todas estas explicaciones se las dio el párroco de Villoria cuando trataron el asunto de la dedicación de la capilla.
La Visitación de María a Santa Isabel se celebraba el día 2 de julio. No era día de precepto. Por eso podía trasladarse al domingo inmediato. Así lo hicieron.
Aquel primer domingo de julio parece que los habitantes de todos los pueblos del valle se dieron cita en lo alto de Les Campes. Día de romería y gran fiesta. La primera de una serie que ya no se interrumpiría en los años y siglos venideros hasta hoy.
Previamente, durante los nueve días anteriores, se había celebrado en la iglesia de Villoria una novena de preparación, y aquel domingo, bien de mañana, comenzó la ordenada peregrinación hasta Les Campes, rezando el Rosario y cantando gozos populares en honor de la Virgen. Ya en la ermita, se celebró la santa Misa muy solemne y después comenzó la ruidosa alegría, con fiesta, comida campestre y los bailes propios de esta región, acompañados de la gaita y el tambor.
—Esta es la historia —terminó el abuelo Andrés— tal como a mí me la contaron cuando era un niño como vosotros. Os la cuento para que no lo olvidéis y cada día le recéis a la Virgen pidiéndole la bendición sobre vosotros, sobre vuestros padres, vuestros parientes y sobre todos estos pueblos, que siempre le han tenido gran devoción.
La plática había sido larga; pero los niños estaban embelesados, pendientes de las palabras del abuelo. Cuando terminó comenzaron a rebullir y escabullirse, corriendo por la merienda a sus casas, para aprovechar las últimas horas de aquella tarde en sus juegos acostumbrados.
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